9
de octubre de 2008
Cuando
en los años 50 y 60 hubo un gran despliegue del terrorismo árabe después
de la fijación de la frontera del estado de Israel en 1949, México tenía
noticias de ello vía las notas de la prensa escrita, ergo, pocos se
enteraban. Entonces, el terrorismo era una realidad de otro mundo; las
tácticas de la Organización para la Liberación Palestina como los
secuestros aéreos, navales y terrestres, los ataques contra embajadas,
tomas de rehenes, atentados y crímenes a sangre fría parecían ajenas a
nuestra realidad. Para empezar, entre el gran público eran legión los
que no sabían siquiera dónde estaban Jesuralén ―blanco de ataque o
escenario de muchos de aquellos hechos violentos―, Jordania, Tel Aviv,
Siria, Beirut, Líbano o Sinaí.
Después del triunfo de la
Revolución Cubana y durante casi toda la década de los 60 se puso de
moda el secuestro de aviones ejecutado por contrarrevolucionarios que
obligaban a las aeronaves a dirigirse a Miami. Aquellos actos
terroristas, aunque instalados en el continente y muy cerca de nuestro
país, parecían lejanos también porque eran la secuela de una revolución
política comunista, una realidad muy distante a la nuestra que gozábamos
de tranquilidad política gracias a una economía en la que el crecimiento
era mayor que la inflación, la época del “desarrollo estabilizador”.
También tuvimos noticia de las acusaciones mutuas entre Estados Unidos y
Cuba de bioterrorismo, especialmente después de la fallida incursión del
primero en Bahía de Cochinos, pero esas denuncias nos parecían como de
ciencia ficción, la imagen de científicos dedicados a desarrollar armas
biológicas no se asociaba con nuestra idea de política.
En los años 80
continuaron las acciones del terrorismo árabe. Supimos que el Hezbollah
gustaba de utilizar el terrorismo de índole suicida, técnica que
perfeccionaron Hamas y la Jihad Islámica, pero el fundamentalismo
religioso nos era desconocido; en México sólo había producido un
episodio histórico del que ya nadie deseaba acordarse y una muerte
política que preferíamos no relacionar con esos otros actos violentos.
Además, los ingredientes religioso y político siempre dejaban la duda de
si se podían calificar de terroristas, de guerreros (estaba de moda el
término fedayín) o de mártires que se inmolaban por su nación.
Estos actos terroristas
alcanzaron un nivel más alto con Al-Qaeda y el atentado múltiple en
Estados Unidos que cobró la vida de por lo menos tres mil personas en
septiembre de 2001 y cerca de 200 en Madrid, en marzo de 2004. En una
sociedad globalizada, con grandes recursos tecnológicos de comunicación,
tales hechos causaron asombro e irritación, pero no dejaban de ser
producto de las diferencias políticas y religiosas en las que México no
solía estar involucrado.
El secuestro de Alfredo
Harp Helú, cuya autoría se adjudicó al Ejército Popular Revolucionario,
en 1994, mismo año del levantamiento del Ejército Zapatista de
Liberación Nacional en Chiapas que tuvo como rehén al ex gobernador
Absalón Castellanos quedaron en el olvido tan pronto desaparecieron de
los medios, al igual que ha sucedido con varios atentados contra
instalaciones de la Comisión Federal de Electricidad.
Hace una década, cuando
se hablaba del riesgo de la colombianización en nuestro país, parecía
sólo una especulación de los analistas políticos. Se pensaba que la
conjugación de narcotráfico y terroristas de tipo político como la que
surgió en Colombia, Perú y Bolivia era impensable en México. Las
autoridades rechazaban tajantemente que ese proceso estuviera en marcha
en nuestro país.
Hoy, las ejecuciones, ese
obituario colectivo que parece emanado de una atroz política
neomalthusiana forma parte de nuestro desayuno diario, los secuestros,
el atentado en Morelia y las notas recurrentes sobre “levantones” nos
dicen irremediablemente que el terrorismo está aquí y las autoridades
parecen no saber o no querer tomar medidas que transmitan un mensaje de
seguridad. El terrorismo, en su sentido más llano como dominación por el
terror, se está apoderando de nuestra sociedad, porque se ha apoderado
de los reflectores de los medios; a sólo quince días de los hechos, ya
estaba circulando, a ritmo de salsa, “Atentado en Morelia” de Guillermo
Zapata, nuevo juglar antillano de la política nacional.
Los actos violentos, terroristas o no, se
atribuyen a agrupaciones desconocidas pero que, con ayuda de los medios,
en el imaginario colectivo tienen más poder, organización y eficiencia
que las autoridades, las cuales se desdibujan no sólo por la falta de
resultados, sino porque en muchos de esos actos violentos están
involucrados policías o ex miembros de corporaciones policiacas,
curiosamente sin noticia de la participación de ningún alto mando.
El
terrorismo ha cobrado un poderío mayor porque ha logrado penetrar en la
vida cotidiana. Vecinos, conocidos o compañeros de trabajo mantienen
contacto obsesivo con sus hijos por los riesgos reales o supuestos;
niños y jóvenes llegan a la escuela con guardaespaldas porque ya una
amplia gama de la población califica como secuestrable; correos y
mensajes de celular circulan para informar de acciones terroristas o
intentar prevenirlas. Surgen amenazas de bomba contra instituciones
educativas, como el que ocurrió recientemente en la Universidad
Veracruzana. Algunos riesgos, que parecen leyenda urbana, forman ya
parte de nuestros miedos cotidianos. Nos han secuestrado la tranquilidad
y la confianza. El despliegue policiaco y militar ahonda ese secuestro
porque sospechamos que esta forma de enfrentamiento no llevará a nada si
no hay negociación. Vamos ganando, afirma el gobierno federal. ¿Será?
Dime cómo hablas
Son lo que son
Seguridades sobre la
inseguridad
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